«Huuuuuy»

Un día de 1983, sin venir a cuento, mi padre y sus amigos fundaron un equipo de fútbol, el Xuventude Sanxenxo. Era una junta directiva estupenda. El delegado de campo, un hombre entrañable, recibía al árbitro con palabras muy cariñosas y le guiaba hasta el vestuario. Luego, cuando el árbitro salía ya de corto y al trote con el balón bajo el brazo, este hombre se agarraba a la barandilla y le gritaba a medio palmo de la cara: «Buuuuuuurro».

El Sanxenxo me dio los domingos más intensos de mi infancia. Salíamos con el equipo en varios coches cuando jugábamos «a domicilio», que se decía, y aprovechábamos el día para hacer excursión. Paseábamos por los pueblos, comíamos allí –comer fuera tenía algo de fiesta– y a veces los partidos terminaban con media directiva metida en el furgón de la Guardia Civil y la otra media detrás haciendo sonar sus cláxones hasta el cuartelillo. Aquella procesión se repetía por los pueblos y por las más variadas causas, casi siempre con alguna tarjeta roja de por medio.

Esto no pasaba sólo en Sanxenxo. Hay muchas historias famosas del fútbol profesional, pero abajo hay un puñado incalculable esperando a ser recogidas con minuciosidad literaria. Una vez en Cambados, durante un partido, el alcalde ordenó a la Policía Local entrar en el campo a detener al árbitro, tan mal lo estaba haciendo. En A Lama se acabó con el colegiado corriendo monte a través perseguido por una turba que le quería contar lo bien que lo estaba haciendo; para el árbitro aquello entraba dentro de lo normal, pero cuando se atrevió a girar la cabeza en plena carrera vio que el que más se destacaba en la persecución era el alcalde, Jorge Canda, que le sacaba varias zancadas a los vecinos.

Lo que más voy echando de menos de Galicia es el momento de ponerme a leer crónicas de categorías que parecen inventadas, donde de vez en cuando se producen hallazgos inmensos, no sólo estilísticos. Hace poco el escritor Juan Tallón contaba dos en su blog. El árbitro-periodista que al terminar el partido, sentado solo en su mesita del vestuario, empezaba su crónica: «Desastroso abritraje en el estadio del Malecón». El corresponsal de Faro de Vigo enemistado con el delegado de La Voz de Galicia, que publicó en su crónica de un partido de Cangas: «Campo en mal estado. Día lluvioso. Menos de media entrada. Presenciando el partido se encontraba el delegado de La Voz de Galicia acompañado de una mujer que no era su esposa».

Soy un gran aficionado al fútbol de regional, sus crónicas (debuté en este oficio con una en la que no cabía un tópico más: puse hasta «trencilla») y su ambiente cutre, soleado y feliz. Todas esas estampas crudas de entonces, aquel fútbol aficionado y ochentero, se me aparecen a veces con ternura. Mi padre jovencísimo, con bigote, mirando el partido desde la cantina como quien mira algo lejano, perdido irremediablemente. Aquellos señores encarnados que estaban siempre solos, tiesos como árboles, fumando muy despacio en la banda. Los niños jugando nuestro propio partido en un rincón del campo cuando el ataque era en la otra portería. Y las mujeres con sus gritos de «huuuy» cuando el rival se acercaba; sentadas en un banco de piedra, con el abrigo sobre los hombros, expuestas al susto de una lesión de los nuestros: «Ay, pobriño, pobriño».

Todo esto me ha ayudado mucho a relativizar las cosas, sobre todo cuando se trata de fútbol. Es importante que yo cuente esto hoy porque un columnista establece una relación de confianza con sus lectores que a veces, ya lo irán viendo ustedes con el tiempo, acaba en la cama. Vengo de ese pozo ilustre en el que el fútbol es una cosa incrustada con tal espíritu en la comunidad que supone, por encima de la iglesia, un vibrante elemento de cohesión. Eso es lo que más voy a extrañar de Mou: la facilidad que tuvo para convocar a madridistas y antimadridistas, y la terrible unión del club, el vestuario y la afición en torno a su proyecto por primera vez en muchos años. Eso se resquebrajó. Me parece escuchar a mi madre, con las piernas cruzadas en la grada de Baltar, bellísima, viendo como a Mou se le iba el vestuario: «Huuuuuy».

¿Quieren espectáculo?, preguntó Bilardo, y salió al campo con una botella de champán para beberla en la banda con un vasito. Pero Bilardo andaba equivocado: el espectáculo siempre llega en el descuento. Se sabe en regional, cuando se erizan las pieles y se escucha un tam tam sordo que procede de la cantina, y en la élite, donde miles de privilegiados vieron a Valerón, leyenda indestructible, cayéndose a lágrimas mientras lo talaba una emoción antigua y jerárquica; corría el reloj y la vida, dejaba de correr Valerón.